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Alma Delia Murillo

13/12/2014 - 12:00 am

El don de la equivocación

Prendería una pira con todos mis errores y me incineraría sobre ellos para tener  una muerte verdaderamente honorable. Sin dudarlo. Y sé que la pira sería alta, muy alta. Llevo dos días empacando libros y más libros  -plaga bendita que se multiplica a sí misma- porque estoy a punto de mudarme y ocurrió lo inevitable: […]

Fotografía Del Archivo Personal De La Autora
Fotografía Del Archivo Personal De La Autora

Prendería una pira con todos mis errores y me incineraría sobre ellos para tener  una muerte verdaderamente honorable. Sin dudarlo.

Y sé que la pira sería alta, muy alta.

Llevo dos días empacando libros y más libros  -plaga bendita que se multiplica a sí misma- porque estoy a punto de mudarme y ocurrió lo inevitable: de uno y otro ejemplar salieron fotos guardadas por años, notitas insulsas que escribí sólo para mí sobre asuntos que en algún momento consideré cruciales, anotaciones rápidas de domicilios y teléfonos hoy olvidados (sí, no existía el Smartphone), pactos interiores respetuosamente documentados en un pedazo de hoja maltrecha…

Me encontré con una yo que me resultó ingenua y me provocó ternura pero, sobre todo, me descubrí sorprendentemente controladora.

Esas notas que fui colocando sobre el tapete en el que estaba sentada me pintaron a alguien que trataba, torpemente, de sedimentar la existencia con listas de propósitos y balances estrechísimos de lo bueno y lo malo.

Dios o el Diablo, buena persona o mala persona, triunfador o fracasado, casado o soltero, feliz o infeliz: la taxonomía de lo burdo.

Cuántas murallas concebimos para sobrevivir, para protegernos de la realidad ineludible. Y no son más que defensitas de paja, fragilísimos bastiones ideológicos que poco sirven para estar, lo que se dice estar; y mucho menos para ser, lo que se dice ser, en esta vida.

Haciendo volar las hojas de uno de los libros aterrizó, providencial, en la palma de mi mano una de esas extravagantes listas de propósitos de año nuevo para el año 2006.

Ay.

Había, señores y señoras, una línea que decía: “equivocarme menos”.

Sí, sí, que uno de mis propósitos para el año 2006 era equivocarme menos. Y así nomás, sin explicaciones ni detalles o incisos desglosadores del objetivo principal.

Pedazo de visión preparatoriana de la existencia.

Me costó dar con algún resquicio en mi interior que pudiera explicarme cómo y porqué habría considerado eso un propósito fundamental en aquél momento de mi vida. Al poco rato lo encontré: se llama necesidad de aceptación.

No sé ustedes pero yo estoy jodida con el tema porque uno de mis principales motores es que los demás me quieran; anhelo complacer a todo el mundo, digo que sí a cualquier propuesta o invitación y luego me veo corriendo como perro de trineo tirando para un lado y otro en el histérico esfuerzo de cumplir con todo dios para que nadie deje de quererme.

¿Que me hacen un encargo de cualquier índole? Yo digo que sí por difícil o abusivo que sea.

¿Que me invitan a dos o tres reuniones el mismo día? Allá voy, tarde a todas, estando sin estar a fondo en ninguna pero poniendo estrellitas de “cumplido” en mi boleta de pendientes.

¿Que dónde nos vemos? Siempre me apresuro a contestar que yo voy hacia la otra persona, no importa si debo atravesar esta jungla citadina para ello… per saecula saeculorum, amén. Qué tormento.

Es que casi sin darnos cuenta nos dejamos insuflar con la calenturienta idea del éxito, de los triunfos y del buenondismo que prometen convertirnos en gente linda que se verá rodeada de más gente linda. Cuando la verdadera aceptación es otra cosa, precisamente lo contrario: los vínculos amorosos y amistosos se tejen en terrenos tan luminosos como oscuros y poco tienen que ver con lograr un récord impecable de cumplimiento.

Así que se me ocurrió que para terminar este 2014, un verdadero acto de afirmación sería pintarle dedo a la esclavitud absolutista de la visión de los exitosos y rendirle tributo a los errores; hacer un orgulloso recuento de nuestras fallas del año y homenajear desaciertos, pendejadas y deslices cometidos pues probablemente tengan infinitamente más para darnos y enseñarnos que ese diploma de bien portados que colgamos en la pared.

Creo que ya es tiempo de erosionar al estigma del fracaso.

Después de todo el inquilino problemático que nos empuja a tomar decisiones peligrosas, a buscarle tres pies al gato y que nos hace cagarla magistralmente es ese l’ enfant terrible que alimenta el deseo embrionario del que nacen todas las cosas: el de empujar, salir, romper. Bendito síntoma de salud psíquica cuando aparece. Y que se preocupen los que no son atravesados nunca por la necesidad de cambiar.

Siento un frío húmedo que sube desde el piso, se me trepa por los tobillos y me sacude la osamenta entera ahora que mi departamento está semivacío. Me levanto a medio congelar luego de haberme entregado a ese viaje cortesía de mis notitas acumuladas por años en los libros, y ahí, frente a mí, el cuadro que aún pende de la pared de lo que he acondicionado como estudio se abre por primera vez a mi entendimiento: la libertad sólo es posible en la pérdida de control y radica en saber, con una certeza brutal; que es justamente ese desamparo, ese despojo total lo que nos entrega a una protección que nos rebasa, no sé si llamarla divina, cósmica o intuitiva pero sé que ha de contenernos de algún modo.

Greyhound, se llama la pintura. Una mujer pisa el acelerador, echa la cabeza hacia atrás y deja que el volante la lleve hacia allá, hacia donde tenga que ir.

Quiero ser ella.

Después de todo esta es mi séptima mudanza desde que salí de casa de mi madre, yo creo que ya me gané el derecho a desobedecer y a equivocarme. Y con brindis y un jubiloso redoble de tambores, cómo chingados no.

Así que venga compañeros, los invito a equivocarse que la vida está ahí y esos errores no se van a cometer solos.

@CompaAlmaDelia

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